Yo sí quiero vivir en otro país

Hace poco más de un año una persona me preguntó si yo no me quería ir del país. La pregunta me tomó por sorpresa y le pregunté por qué me la hacía.

Me respondió que nunca me había escuchado hablar de querer irme y, más aún, que nunca me había oído hablar mal del país y su gente. Que nunca había escuchado que me expresara despectivamente de mi gentilicio y que eso le causaba curiosidad porque la mayoría de la gente hoy en día busca la mínima oportunidad para irse del país, repite la desgracia de país en la que viven o maldice cualquier mínima cosa que le pasa.

A decir verdad, eso me llamó la atención. Es cierto que nunca manifiesto odio hacia el país ni nadie, no me expreso despectivamente de la gente que decide irse o de la que decide quedarse y no había hecho conciencia de ello hasta que me hizo esa pregunta y su explicación.

Este mes, precisamente, cumplo cuatro años de haber regresado a Venezuela. Quienes me conocen saben que la decisión de mi regreso no fue netamente espontánea, se debió a la necesidad de atender una lesión que me había quedado de un accidente que sufrí a comienzos del 2011. Para ser honesta, esa decisión se encuentra dentro de las más difíciles que me ha tocado tomar en mi vida y al llegar a Venezuela juré que me dedicaría a curarme para irme cuanto antes.

Durante meses fue así, no pensaba en nada más. Iba a mis consultas con el médico, a mis terapias y trabajé con la idea de ahorrar para irme, pero las cosas fueron cambiando poco a poco. Me fui adaptando nuevamente a mi gente, cosa que al comienzo me costó muchísimo, a la locura que implica vivir en Caracas, me acostumbré a estar cerca de mi familia y la idea de irme se fue apagando poco a poco.

Ayer hablé de nuevo con esta persona y esta vez me comentó que desde hace unos meses está considerando la idea de irse del país. Secillamente no tolera más la situación y quiere probar suerte en otra parte.

Yo en cambio le conté lo que me había pasado desde el día que me hizo aquella pregunta. Algo de lo que me he venido dando cuenta y he ido madurando desde ese día.

No quiero irme. Quiero ser parte del cambio. Quiero quedarme y ser testigo del cambio de país que vendrá (porque vendrá). Quiero seguir haciendo lo mejor que puedo y aportar mi granito de arena en este momento. Quiero ser parte de esa nueva generación que, gracias a ese granito de arena, verá surgir un nuevo país, un mejor país.

A lo mejor la vida me tiene preparadas otras cosas, sabré yo lo que es querer algo y que la vida te lleve por otro camino, pero al menos eso es lo que quiero ahora y por lo que trabajo.

Así que sí, quiero vivir en otro país, pero en Venezuela.

Venezuela a dos voces: Una mirada a las protestas desde dos puntos de vista.

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Por Aglaia Berlutti

«¡Están disparando en la marcha!» «¡Alguien murió a tiros!» 

Leí la noticia sentada frente a la pantalla de la computadora, cuando debí estar en el grupo de manifestantes que recorrían Caracas a la misma hora. La supe con una sensación de horrorizada irrealidad que resumía semanas de malinterpretar – esa confusión pequeña del que ignora –  la gravedad de la situación que atravesaba el país. No la escuché a través de la radio ni la televisión, que en ese momento, mostraban sin pudor a esa otra Venezuela, la que no existe, la que parece formar parte de esa propaganda pública que consumimos con tanta facilidad. La leí a través de las redes Sociales, donde la información saltaba de un lado a otro, desordenada y abrumadora. Miré la fotografía del grupo llevando el brazos el cuerpo de Bassil con los ojos llenos de lágrimas, comprendiendo por primera vez el verdadero sesgo de la violencia que durante semanas había sacudido al país más allá de la tranquila imagen de la capital muda. Más tarde, asesinarían a Robert Redman y su cuerpo, tendido en la calle de Chacao, sería como una bofetada a esa visión del país a fragmentos. Una instantánea del horror que hasta ese día pareció solo anunciarse, formar parte de las interminables estadísticas de la violencia de un país donde la muerte ya no sorprende. Pero los asesinatos de Bassil y Robert, mostraron sin disimulo la represión que esgrime el puño del poder, ese rostro del autoritarismo solapado que hasta entonces siempre fue una amenaza y ahora, exhibía su verdadero poder de fuego.

En ocasiones recordamos los hechos trascendentales de manera extraña: en fragmentos y en escenas más o menos desdibujadas. Sin importancia. Tal vez por ese motivo,  tengo la impresión que las protestas que sacuden al país comenzaron el día doce de Febrero, pero no exactamente con el recorrido de la Marcha estudiantil que terminaría en tragedia, sino horas antes, desde la mañana con sabor turbio. Caracas despertó con el mismo humor amargo y agitado de cualquier otro día de la semana. Sin embargo, había una tensión en todas partes que presagiaba  no sería otro día común, entre los cientos desdibujados en medio del descontento popular que ya cumple quince años. Y es que el caraqueño aprendió a reconocer el ambiente irrespirable, la crispación de la calle.  Recuerdo que pensé, mirando el amanecer rojo y grisáceo, que probablemente sería un día interminable: la tensión en el país no había hecho más que aumentar y supuse, que la marcha estudiantil que recorría Caracas,  enrarecería aún más el ambiente. Lo que no pude predecir y nada me lo pudo anunciar, sería las siguientes horas  abrirían una nueva etapa de la historia reciente del país y mostraría la peor cara del Gobierno de Nicolas Maduro. Sin duda, una nueva dimensión de la profunda brecha que divide al país, que erosiona apresuradamente la legalidad y deja en entredicho la simple necesidad del régimen de reconocerse como expresión social mediante el voto.

Tal vez esa percepción sea la mejor muestra de lo engañosa que resulta esa otra realidad – la frágil, la prestada – que sume Caracas en una inquietante – irreal – ignorancia. Porque las protestas en nuestro país no comenzaron esa mañana extraña, ni tampoco la anterior. Y que lamentable es que al momento de hacer memoria, la muy corta de nuestra cultura confusa, insista en señalar el doce de Febrero como el día que se abrió esa etapa de la manifestación pública que actualmente vivimos.  Lo cierto es que durante las dos semanas anteriores, las regiones del país demostraron que el descontento era más que un discurso político y sí, mucho más un reclamo cívico. Poco a poco, lo que fue una protesta local en el estado Táchira, se extendió hasta sacudir esa normalidad frágil, engañosa de un país que pende de un hilo. En más de una ocasión, las imágenes de San Cristobal y luego Mérida, mostraron que la voz del ciudadano intentaba hacerse escuchar, a pesar de la censura, pero sobre todo, la indiferencia. Pero no parecía ser suficiente. Con una lentitud desconcertante, el peso del reclamo en la calle, de la lucha desordenada y espontánea del ciudadano, tuvo que construir con esfuerzo un nuevo planteamiento, hacia una realidad que gran parte del país ignoró por las mismas razones históricas que antes menospreciaron a las regiones. Ese legado histórico miope y desordenado que convierte a Caracas en el epicentro de un movimiento sin rostro que tal vez no está preparada para sostener.

¿Cuando reaccionarás, Caracas? Escuché esa frase con frecuencia durante semanas, mientras el ambiente en el país parecía hacerse cada vez más denso, irrespirable. Una especie de consigna que se repetía a cada tanto, una reclamo sordo, finalmente irritado.  Una frase que resumía cierto malestar incrédulo, aunque sobradamente injusto. Porque Caracas siempre protestó, aunque a fragmentos, con el descontento medido y elemental de esa visión arrogante de si misma. Pero protestó, tantas veces que terminó exhausta, hecha pedazos, abierta a interpretación. La Caracas defraudada, el ciudadano que soltó la bandera y dejó de confiar. Pero la insistencia se hizo mayor ¿Caracas, protestarás?  Me lo pregunté, mientras contemplaba esa tranquilidad resignada de la ciudad, con el tráfico de todos los días, las calles atestadas de transeúntes, esa vida que avanza a pesar de todo y quizás debido a todo. ¿Caracas, cuando protestarás? se insistió por el simple hecho de mirar hacia la capital, hacia el símbolo histórico.  Del cuestionamiento simple, se convirtió en algo más, en un debate enfurecido, en una visión de pura elucubración sobre la importancia de la Capital en medio del reclamo popular que aumentaba progresivamente. Había una impaciencia sostenida, pero más aún, una visión sobre la necesidad de unificar la protesta como un único mensaje. Y no solo el que incluía el liderazgo de  Leopoldo Lopez en su insistente discurso sobre «la Salida»  -sino algo más elemental, una manifestación real y callejera que expresara el ambiente enrarecido que padecía el país desde mucho antes de la muerte de Hugo Chavez Frías.

Es paradójico que justamente el día en que Caracas se unió a las protestas, lo hizo casi a regañadientes. La marcha, una de las tantas anunciadas durante los últimos meses, se llevaría a cabo a mitad de la semana, casi como respuesta de la agresiva disputa pública que sostenían Leopoldo Lopez, Maria Corina Machado y el gobierno presidido por Nicolás Maduro. No era ni la más importante, tampoco la más significativa. Pero era un sintoma de esa necesidad de levantar la voz, de hacerse escuchar, de reflejar el descontento del reclamo. Recorrería la ciudad hasta llegar a la Fiscalia Nacional, en el centro mismo de la ciudad. De nuevo, parecía la reacción al verbo encendido, a la provocación: Nada que sorprendiera a los Venezolanos, acostumbrados al insulto fácil como discurso político. Pero la protesta había llegado a Caracas, un anuncio, tal vez insuficiente, pero igualmente necesario de esa visión de la manifestación pública como unificadora.  Por ese motivo decidí asistir, a pesar de cargar con las decepción de las anteriores oportunidades, de tener la nítida sensación que la protesta en Caracas es más un ejercicio superficial que una demostración contundente. Finalmente, no pude llegar a la manifestación: Como un anuncio de lo que vendría después,  un pequeño grupo de Guardias Nacionales, cerró la calle donde vivo con la excusa un poco peregrina que «necesitaban resguardar el orden».  Fue un momento inquietante y duro, esa bota militar en mitad de la calle de todos los días, irrumpiendo como parte de un paisaje nuevo y desagradable. Argumenté, opiné y finalmente discutí la decisión pero el funcionario continuó impasible. Con un gesto seco me señaló la calle vacía e inusualmente silenciosa.

– Devuelvase a su casa ciudadana, no puede pasar.

Una orden, así de simple. Que amargo me resultó aceptarla. Pero lo hice. Tuve una rara sensación de abandonar algún tipo de batalla mínima, cediendo con tan poca resistencia, pero poco después, me consolé recordándome que siempre habría otra oportunidad de unirme a la manifestación. Porque en Caracas, la protesta es parte de una especie de ritmo paulatino, que nunca termina de ser lo suficientemente fuerte ni tampoco constante como para impresionar o tener un verdadero efecto. Tuve ese justo pensamiento caminando por la calle llena de funcionarios militares y uno que otro transeúnte extraviado, con los puños apretados de frustración. En Caracas, la protesta tiene su propio rostro, uno desdibujado y borroso. Uno que tiene poco que mostrar.

Horas después, la tragedia se extendió en todas direcciones a partir de ese primer disparo sorpresivo. Bassil DaCosta, que salía por primera vez a marchar, fue asesinado justamente por hacerlo en un episodio que dejó claro que la Revolución Boliviariana tiene las armas y no duda en utilizarlas contra los que se le oponen. Aterrorizada, leyendo la escasa información via Twitter,  mirando incrédula las pantalla superficial de la Televisión censurada, recordé al once de abril del año 2002, como si el nuevo asesinato en esta Caracas abrumada y hostil del 2014 reeditara de alguna manera esa herida histórica tan reciente. Lloré de pura frustración y miedo, cuando la noticia de la marcha devenida en tragedia rebotó en todas direcciones…menos en la opinión publica. Y es que Caracas, la compleja, la dura, la hostil, continuó mirando a otra parte. Lo supe cuando la visión de la calle solo me mostró ese ambiente de tensión que podría atribuirse a cualquier cosa. ¿Y la muerte? ¿Y el miedo? ¿Y el terror de ese ataque directo al ciudadano, a la opinión, al corazón mismo de esa idea puntual que refleja cualquier manifestación pública? Atónita, comprendí que los disidientes, de nuevo nos encontrábamos a solas, aislados en esa red compleja de interes que el gobierno creó para contener cualquier oposición. Y no obstante, la muerte de Bassil DaCosta y Robert Redman tuvo resonancia de estallido, en medio de esa indiferencia de la Capital, de la vida normal, del ritmo que no se pierde. Finalmente Caracas, se unió a la protesta, sí, pero con dificultad, confusa y desconcertanda, abierta en dos mitades, muda y en medio de la anarquía que sigue sin poder soslayar.

Porque Caracas se unió a las protestas a su manera: De nuevo Altamira convertida en el símbolo y más allá, el barrio tranquilo, la vida transcurriendo entre ambas cosas con esa atropellada fluidez que intenta sostener lo rutinario. Caracas protesta, pero sigue siendo solo dos visiones e interpretaciones de lo que ocurre: porque se habla del Este, en pie de lucha y el Oeste que acepta, que asume la responsabilidad histórica con la resignación de la victima. Y se desdibuja Caracas, en medio de ese debate entre la herencia de un Gobierno que se atribuye luchas históricas y la reivindicación social y señala al enemigo imaginario. Y es que la protesta parece insistir en ese malestar sostenido por años de menosprecio y violencia, de exclusión y discriminación.

Las barricadas llegaron unos días después. Primero tímidas: montones de basura a medio quemar cerrando avenidas y calles ciegas. Luego otras enormes, simbólicas. Chacao se llenó de ellas, algunas enfurecidas, repletas de frustración, de la esperanza de construir algo más que una metáfora de esa emoción que sostiene la manifestación. Otras  con pancartas colgadas para expresar un descontento simple «Maduro, no te queremos», «Queremos libertad». Las menos, verdaderas murallas de contención a la violencia. De pronto, la protesta llenó el paisaje Urbano, la tranquilidad de esa clase Media casi resignada. Y sin embargo, esas barricadas  continuaban siendo meros reflejos de las que se extendían a lo largo y ancho del estado Táchira, de esa región andina que se proclamó rebelde casi con audacia.  La protesta  polémica, más allá de esta Caracas que cada noche dormía entre el retumbe de las Lacrimogenas para despertar e ir a trabajar. Porque a pesar de todo, en Caracas, la protesta siguió siendo cosa de muy pocos. De contadas ocasiones donde el furor se desbordaba y de nuevo la violencia asediaba calles y Avenidas. Esa otra Violencia, la real, que venía sufriendo las regiones desde semanas atrás y que la Capital desconocía.

La noche del 19 de Febrero tomó a Caracas por sorpresa. La rebelión mínima, desde los balcones de los apartamentos, de la cacerola y la barricada de basura tuvo otro sentido cuando en el ataque de la Violencia se volvió desmesurado, implacable. Fue la noche en que el Terrorismo de Estado mostró su rostro. El sonido de las motocicletas recorriendo de un lado a otro la ciudad, el silbido de los disparos – no perdigones, los de verdad -, el bum bum interminable de las bombas lacrimogenas. Caracas lloró, se horrorizó. Caracas comprendió el terror implacable de la violencia que no disimula, de la impune, la que no necesita esconderse. El mismo terror que antes Táchira, Mérida, Carabobo y Maracaibo sufrieron, con igual crudeza. Pero para Caracas, la protegida, la silenciosa, la aislada, la que se debate en la linea imaginaria ideológica, ese tipo de agresión fue impensable hasta esa noche de terror mudo, del miedo con el rostro de cualquiera. Porque Caracas comprendió la vulnerabilidad, la grieta terrible entre lo ilegal y el agobio que las regiones habían sufrido en carne propia.

Sin embargo y quizás por desgaste, por el cansancio de la frustración, la protesta se volvió rutina: una más en medio de la necesidad de sobrevivir, de esa vida normal que se añora. Y de nuevo,  las calles de Chacao, en la victimas inmediatas. Por casi tres semanas,  sus habitantes,  fueron rehenes involuntarios de un enfrentamiento diario entre la barricada simbólica y la desproporción de la fuerza pública. Cada noche, las calles del Municipio fueron el escenario de una extraña disputa por un territorio de consignas y se hizo más evidente que nunca, que Caracas continua sin entender el sentido de la protesta que no protagoniza, que solo asume a medias. Porque mientras las urbanizaciones expresan el descontento y el barrio continúa en silencio, ese Oeste mítico que el gobierno intenta proteger como un símbolo de poder, más allá de esa miopía y limitada percepción de lo que ocurre, la protesta es real. Se asume, se construye. El reclamo de un país que no se reconoce, pero intenta hacerlo, que  lucha contra sí mismo y esa herencia de resentimiento con la que aún debe lidiar.

Han transcurrido casi cinco semanas desde el primer día en que Caracas se unió a las protestas. Sigue protestando, como siempre lo ha hecho: con el palpitar cansado de una protesta que durante años se hizo densa y borrosa. Sigue protestando, en el desgaste de docenas de consignas perdidas, de esa sensación absurda de encontrarse en una zona incierta del desarraigo, del temor y algo tan simple como la decepción. Pero seguirá protestando, incluso cuando parezca absurdo, a su manera frágil y desordenada, en ese clamor silencioso y anónimo que quizás, por ahora, carezca de verdadero valor.

Una consigna más allá del símbolo, un metáfora de nuestra propia frustración.




De La Ciudad de los Caballeros a La Ciudad de los Guerreros por Daniella Jácome


Mérida siempre ha tenido esa característica de bajarme un poco la tensión que me generan otras ciudades siempre mucho más aceleradas que ella. Si bien a mis veintitantontes años me estaba volviendo loca entre sus montañas (pues siempre he considerado que Mérida es una ciudad para estudiantes o para cuando te retiras, pero esa es una historia que podremos contar en otra ocasión), después de que me fui por varios años, volver se convertía en una suerte de respiro de paz, armonía y tranquilidad. Al menos hasta que me sintiera nuevamente agobiada por su particular encierro (recordemos que Mérida está en una meseta y a su alrededor sólo se ven montañas).

La última vez que estuve en Mérida fue en enero cuando regresé a Caracas después de pasar navidades con mi familia, y la dejé tal cual, en medio de sus montañas, su gente amable y sonriente, obvio que hay de las otras pero me quedo con las primeras, y con su suave andar. Gente caminando aquí y allá, muchachos saliendo de la universidad, pero tranquila y con aire siempre puro.

Hace un par de semanas regresé, curiosamente, a traerle un mercado a mi familia, pero, nuevamente, ésa será una historia de la que hablaremos en otra ocasión. Ya desde Caracas leía en Twitter  y escuchaba a mi familia hablar de lo que pasaba en Mérida, incluso había visto este video y se podría decir que estaba algo advertida sobre lo que sucedía. No obstante, la realidad fue otra.

Desde que compré el pasaje por autobús en Caracas, ya me habían advertido que no estaban llegando hasta la ciudad de Mérida sino hasta El Vigía, a aproximadamente una hora y media de distancia. Una vez llegué, no me quedó de otra que pagar un taxi hasta Mérida porque los autobuses que van del Vigía a Mérida tampoco estaban entrando a la ciudad, pagué por ese taxi el doble de lo que me había costado el pasaje en autobús desde Caracas y lo primero que me dice es que la cosa está muy fea, que ya ni los taxis querían entrar a la ciudad. Más tarde me enteraría que este señor pretendía dejarme a la entrada de la ciudad (algo retirada de la casa de mi familia) por precaución, pero, no sé si por piedad o distracción, terminó llevándome hasta la puerta de mi casa.

Luego saldría a recorrer un poco la ciudad y lo que encontré me dejó impávida. Una de las avenidas principales de la ciudad (aprox. 5Km en línea recta) estaba completamente aislada de barricada en barricada, sólo un estrecho tramo de avenida se encontraba apto para transitar, y eso sólo porque ahí funciona un modulo policial que no podía quedar aislado, lo que permitió conectarse con las otras dos avenidas principales. Ese enlace,  que no debe abarcar ni 200 metros, normalmente toma hasta una hora traspasarlo. Este mismo día me enteraría que el objetivo de las barricadas pasó de ser paralizar la ciudad a ser fuente protección – pues todas estas zonas fueron fuertemente atacadas en varias oportunidades por la GNB y los llamados tupamaros – en vista de no contar con ninguna fuerza que garantizara su seguridad.

Poco a poco iba descubriendo las estrategias que cada quien había implementado para salir de sus casas a sus trabajos y otras obligaciones. Un recorrido que regularmente tomaba de 15 a 20 minutos en carro se llevaba 2 horas, y quienes conseguíamos tomar el autobús en la esquina de nuestra casa, ahora nos tocaba caminar poco más de un kilómetro hasta la próxima avenida donde pasaba el transporte público.

Esto por fuera de las zonas de las barricadas. Lo que pasa ahí adentro es completamente diferente. Hay quienes se han acostumbrado a vivir en esa suerte aislamiento y hay quienes hasta se alegran, pues la delincuencia ha disminuido. Caminar por esa avenida es vivir en carne propia lo que se ve en las películas post apocalípticas. Una que otra persona caminando en una avenida desierta, alguna con una bolsa de lo que pudo comprar en algún abasto, o quizá después de haberse pegado horas en una cola para comprar dos productos, alguna pareja caminando en medio de la calle bajo un silencio sepulcral. Algunos manifiestan haber descubierto nuevas rutas dentro de su mismo sector para salir a pie a la civilización, y otros que gracias a las barricadas han adelgazado pues les toca caminar lo que nunca habían pensado hacer, en tiempo y distancias.

No hay manera de explicar la desolación que se siente en esas zonas, el aislamiento y el olor a caucho quemado, pólvora, basura, temor y aprehensión.

Pasaban los días y no dejaba de sorprenderme la normalidad con la que la gente ya asumía esta nueva forma de vida. Escuchaba a personas que viven en la zona contando lo que se ve, vive y escucha. Vecinos solidarizados con los que protegen las barricadas, mujeres que cocinan para una veintena de muchachos, apartamentos acondicionados como salas quirúrgicas, médicos apostados en estos apartamentos preparados ante cualquier eventualidad, equipos de personas que se encargan de recoger por fuera todos los insumos necesarios para los heridos y que, mediante códigos, logran ingresar para entregarlos a los responsables. Hay, incluso, un supermercado improvisado en el estacionamiento de uno de los edificios para abastecer a los vecinos.

No es para nada raro pasar cerca de estos lugares y que de repente se asome una cabeza encapuchada, alerta a quién está pisando su terreno y si es alguien conocido. Todos tienen pseudónimos y usan una marca para identificarse entre ellos en caso de que entre un encapuchado  y no se le reconozca. La tensión en el ambiente se respira y es casi palpable al tacto.

En el otro punto de la ciudad, te encuentras con una Mérida que, podría decirse, vive como si nada, la del otro lado del río, la cercana a la cordillera, sin embargo, el ritmo de vida ha disminuido considerablemente. Si bien es cierto que en el centro de la ciudad hay muchos negocios abiertos, la afluencia de gente es mínima en relación a lo que se acostumbra a ver, no hay gente comprando nada que no corresponda a insumos estrictamente necesarios, hay muchas santamarias cerradas y quienes las abren lo hacen a medias y se trabaja a medio tiempo o a tiempo corrido.

A diario hay protestas en varios puntos de la ciudad. Se convoca a marchas, otros salen con pitos, cacerolas y banderas a cerrar las calles, concentraciones en las que se unen varios sectores de la ciudad y así van pasando los días entre consignas un poco desmayadas y ánimos vacilantes que de repente cobran vida y salen con más fuerza.

Poco a poco yo misma me he acostumbrado a este nuevo ritmo de vida que se lleva en la ciudad. Muchas veces me pregunto si podríamos realmente acostumbrarnos a vivir así indefinidamente y la respuesta siempre es positiva, pues el venezolano puede acostumbrarse a las peores cosas hasta el punto de llegar a verlas como normales sin siquiera recordar cómo solían ser.

Mi Mérida se ha convertido en un campo de batalla y ha dejado de ser esa ciudad lenta a ser una ciudad guerrera. Mi Mérida ha pasado de ser una ciudad desapercibida a hacerse notar a través de un grupo de muchachos que ha decidido no desmayar hasta lograr sus propósitos y que están dispuestos a lo que sea para conseguirlo.

No te rindas

No te rindas, aún estás a tiempo

de alcanzar y comenzar de nuevo,

aceptar tus sombras, enterrar tus miedos,

liberar el lastre, retomar el vuelo.

 

No te rindas que la vida es eso,

continuar el viaje,

perseguir tus sueños,

destrabar el tiempo,

correr los escombros y destapar el cielo.

 

No te rindas, por favor no cedas,

aunque el frío queme,

aunque el miedo muerda,

aunque el sol se esconda y se calle el viento,

aún hay fuego en tu alma,

aún hay vida en tus sueños,

porque la vida es tuya y tuyo también el deseo,

porque lo has querido y porque te quiero.

 

Porque existe el vino y el amor, es cierto,

porque no hay heridas que no cure el tiempo,

abrir las puertas quitar los cerrojos,

abandonar las murallas que te protegieron.

 

Vivir la vida y aceptar el reto,

recuperar la risa, ensayar el canto,

bajar la guardia y extender las manos,

desplegar las alas e intentar de nuevo,

celebrar la vida y retomar los cielos,

 

No te rindas por favor no cedas,

aunque el frío queme,

aunque el miedo muerda,

aunque el sol se ponga y se calle el viento,

aún hay fuego en tu alma,

aún hay vida en tus sueños,

porque cada día es un comienzo,

porque esta es la hora y el mejor momento,

porque no estás sola,

porque yo te quiero.

 

Mario Benedetti

El ‘por lo menos’ nuestro de cada día

Hoy venía caminando desde donde me deja el carrito hasta mi casa (aproximadamente 5 cuadras), delante de mí venía un señor con su hija que iba unos pasos más adelante que él. De pronto siento un revuelo, gente grita, el señor le hace señas a su hija para que se devuelva y yo me asomo hacia la calle y más adelante de nosotros veo una moto taxi parada al ras de la acera en vía contraria a nosotros, es decir, de frente. Detrás de esta moto taxi venía corriendo un muchacho para subirse en ella y detrás de él, en el piso, una señora que estaba siendo evidentemente arrastrada por éste.

Instintivamente me volteo y tanto el señor como su hija, una muchacha que venía detrás de mí y yo nos paramos al lado de la entrada de un edificio cubiertos a medias por unos matorrales, nada que realmente nos protegiera. A la par pensaba que qué bolas que dejamos a la señora ahí tirada y no hicimos nada. En eso pasaron los motorizados y salimos. La muchacha que venía atrás no había visto qué pasó y nos preguntaba. Mientras le cuento lo que había visto, veíamos y nos acercábamos a la señora que ya se había levantado del piso a la vez que una gente en un carro le ofrecía llevarla desde el otro lado de la acera. Vimos cómo se subió al carro y llevaba con ella su cartera, finalmente la mujer no la soltó en ningún momento y no se dejó robar.

Yo seguía explicándole a la muchacha lo que pasó (todo esto fue en cuestión de segundos, se lee mucho pero pasa en un santiamén) y de repente el señor se voltea y me dice:»Ay ya deja de llorar que no la robaron». Ni siquiera me atreví a hacer el intento de explicarle el tamaño de la estupidez que acababa de decirme y lo dejé seguir su camino.

Y aquí es donde hago la reflexión que mientras le sigamos dando las gracias al «por lo menos» nunca saldremos realmente de donde estamos. Mis días están llenos de: «Chamo me robaron, pero por lo menos no me mataron», «El sueldo no me alcanza ni para hacer el mercado, pero por lo menos tengo trabajo», «Fui al supermercado, no encontré lo que necesitaba, pero por lo menos conseguí un potecito de leche (después de una cola de 5 horas) para el tetero de mi chamo», «Le pagué a un buhonero el triple por una Harina PAN, pero por lo menos le puedo hacer una arepita para la lonchera a los niños», y en el caso de mi relato y lo que realmente escondía el comentario del señor: «Me tiraron al piso, me arrastraron y golpearon, pero por lo menos no me robaron».

Mientras sigamos rindiéndole culto al «por lo menos», nunca sabremos lo que es vivir en un país «por lo menos» decente.

A un día de un nuevo día II

Hace un año volví al país que había dejado cuatro años atrás en busca de mejores oportunidades, en busca de una mejor calidad de vida, en busca de la seguridad y la confianza que mi propio país no me daba. Regresar, lejos de ser un alivio o una suerte de recarga emocional, se convirtió en un llamado de atención y en un duro golpe para abrirme los ojos.

Me encontré con un país completamente diferente al que dejé, y me sorprendí de lo mucho que se había deteriorado en tan poco tiempo. Descubrí que no importaba cuánto me hablaran mi familia o amigos acerca de la situación, ni que tanto intentaran ilustrarme lo que ocurría a diario, nunca podría haberlo entendido mejor de lo que lo entendí al vivirlo. La inseguridad se ha convertido en la gobernante y cada quien ha asumido estrategias propias para evitar caer en ella. La escasez es el pan nuestro de cada día y la economía pareciese haber caído en un foso del que difícilmente saldrá en muchos años.

Pasé meses en estado de shock. Pasé meses sorprendiéndome cada vez más de lo desmejorado que se encontraba el país. Me impresionaba el cambio de humor en el venezolano. Era increíble salir a la calle, entrar a cualquier negocio y ya no ser recibido por una sonrisa y la alegría característica del venezolano, al contrario la gente estaba más agresiva, todo le molestaba y podías ser maltratado verbalmente por cualquier persona en cualquier momento. La tristeza se reflejaba en la cara de todos los que te cruzabas en la calle. Peor aún, he sido testigo de gente que ha llegado a acostumbrarse a las peores situaciones en una suerte de resignación perenne. Debo admitir que esto me deprimió, y mucho.

No obstante, desde hace unos meses ha ocurrido un cambio, que si bien no fue radical, poco a poco se ha ido notando. Y no es otro cambio que el que viene dado por la esperanza, el cambio que provoca el tener la certeza de que a partir de mañana todo será para mejor en el país. ¿Qué todos debemos aportar para que eso ocurra? Claro que sí, pero ahora será con la seguridad de que ese esfuerzo se verá recompensado.

Siempre lo he dicho y lo mantengo. El cambio tiene que venir desde adentro, si nosotros no cambiamos no podemos esperar que el resto de las personas o nuestra situación cambie. Sé que el cambio en cada uno vendrá cuando sienta que vive en un país con igualdad, cuando pueda salir a la calle y no sentirse amedrentado por no compartir una ideología política o cuando no tenga que hacer maromas e inventarse estrategias para no caer en manos del hampa. Esta transición no será fácil y mucho menos rápida, pero tengo  la firme convicción de que todo será para mejor y que poco a poco, no sólo recuperaremos nuestro país, sino que será mejor de lo que esperábamos, tan bueno como debió ser siempre.

A un día de un nuevo día I